jueves, 24 de julio de 2014

Sebastián y yo.

Sebastián está ahí junto a la puerta mientras siento cómo me atraviesa su mirada. Él siempre fue un hombre de pocas palabras. Desde que me crucé en su camino las palabras eran algo que habían sobrado entre nosotros. Habían sobrado palabras y faltado noches para decirlo todo con miradas.
Cuando lo vi por primera vez no fue cuando nos conocimos, yo sentía que lo conocía de toda la vida, de otras vidas anteriores incluso. Si algún favor nos hizo el destino fue pensar que nuestras almas serían las indicadas para ser gemelas. Entonces seguro que durante estos años un alma buscó a la otra mientras ni siquiera nos dábamos cuenta de la falta que nos hacíamos. Cada línea que escribía escondía espacios en blanco con su nombre y las palabras que él no lograba decir eran el mío. 
Él era justo como ese sueño que no recuerdas al despertar y que en un instante lo ves y se vuelve a ir. Él siempre había estado incrustado en mis vacíos pero no fue hasta el instante que volvía a mirar sus ojos que no descubría que era él. 
Una noche cualquiera en un bar cualquiera con una copa de lo que fuera nos hizo encontrarnos de nuevo cuando ambos sentíamos que nos habíamos perdido. O que habíamos perdido, qué más da. Lo placentero de esa pérdida es que ganamos mucho más de lo que creímos que se había echado a perder. Esa misma noche nosotros echamos a perder las promesas que hicimos a alguien que quisimos tanto que en ese momento solo el alcohol podía reparar la herida y nos olvidamos de los planes que teníamos preparados para nuestra futura vida. Era la misma vida quien nos lo había cambiado al presentarnos al otro. Esa misma madrugada Sebastián fue el alcohol para sanar mis heridas y yo el suyo. Sin predecirlo nos habíamos entregado el alma; yo me había hecho suya y él mío. Confiamos en un amor a primera vista, un amor a primera sonrisa o yo que sé. El punto es que nos dimos todo sin temerle a nada.
Sebastián sigue ahí, su mano roza el pomo de la puerta. Yo sigo recordando su voz ronca de todas las mañanas recién despierto en mi oído. Yo sé que esto es mucho más de lo que ambos podríamos soportar. Y no deja de observar cómo mi maleta se cierra y quizá es un hasta siempre. 
El día que Sebastián se armó de valor y quiso que fuésemos una pareja, los dos sabíamos que no era necesario que dijera algo porque nuestros corazones no habían necesitado un discurso para saber que se pertenecían. Él lo sabía, yo lo sabía. Todos lo sabían. Nuestros ojos lo gritaban. Para ese día, Sebastián y yo ya nos habíamos desnudado de nuestros miedos y nuestras penas.
Lo miro y me maldigo por cobarde. Por huir de lo único que me mantuvo con vida cuando nada lo había conseguido. Sebastián puede intuir cómo me hago añicos por dentro, mas no mueve un solo músculo de su cuerpo. Es la vida quien decide sobre nosotros hoy. Y suena esa canción en la radio: Espérame, yo vuelvo a ti. Podré olvidar tu voz, tu piel, podré olvidarme hasta de mí. Pero jamás tu corazón, pues sé que nada habrá comparable a tu amor, nada como tu amor.
Como dueles tú, Sebastián, nadie me dolió. 
Camino, me acerco, lo miro a los ojos. Sigue siendo el mismo, el mismo Sebastián roto que conocí aquella noche en un bar cualquiera. Acaricio su mejilla. Siguen quedando esas huellas en su corazón que a veces lo convierten en un hombre vulnerable. Todos estamos rotos, a todos se nos abren las heridas de vez en cuando. 
Lo beso, me permito saborear sus labios por última vez. Permito sentir el amor puro que brotó algún día en mis venas y que hoy me retuerce de dolor. Es él mi alma gemela. Sin duda. Es él la droga que necesito y que me va a mantener en un síndrome de abstinencia total durante el resto de mi vida.
Cojo la maleta, salgo por la habitación en dirección a la puerta de la casa que fue el refugio de dos corazones atados por amor, siendo solo uno en realidad. 
Cierro. La puerta y mi corazón. Cierro un capítulo y baja el telón. ¿Se acabó? 
Oigo un ruido mientras ordeno mis pensamientos. La puerta se abre. Es el vecino, no es Sebastián. Bajo. Reprimo las lágrimas. El dolor no mengua. 
Y ahora recuerdo esa noche bajo la luna y las estrellas en esa playa desierta con él. Nos prometimos amor eterno y era yo quien temía que él se alejara de mí. Soy yo quien está alejándose de él y de mí misma. Recuerdo el tacto de sus labios en mi hombro, posando un delicado beso que me aportaba la seguridad que necesitaba que llegara a mi vida. Y ahora la dejo marchar. Me voy dejándome completamente desprotegida.
Sebastián siempre supo que si llegaba este momento, el miedo de que fuese todo de verdad y el dolor lo inmovilizarían. Él me lo advirtió. Yo sabía que no sería capaz de dar un paso cuando lo dejara con nuevas heridas. Y más tarde él me acusará, me maldecirá, deseará no haberme conocido. Se sentará en el sofá con la sintonía que suene en la radio porque no se molestará siquiera en cambiarla o apagarla. Cogerá una botella de whisky que encuentre y pasará la noche entre la borrachera de la bebida y de este amor. 
Entro en el coche y conduzco lejos. Lejos. Y así pasan horas.
Una anciana me para. La mujer solo pide un poco de dinero para poder pasar la noche en un hotel de carretera que la permita sentirse como en casa al menos por un instante. 
Ahí está. Yo busco un lugar que sea mi hogar. Acelero. Rápido. 
Abro la puerta del coche y todas las puertas siguientes. Ahí está. Sebastián es mi hogar. 
Lo encuentro en el sofá, tragando todo el dolor con un sorbo de whisky de la propia botella. Lo sabía. Me acerco mientras él ni se percata de mi presencia, cegado por mi ausencia.
Me ve, lo veo. Sí, él es mi casa, mi refugio. Son sus brazos el lugar donde quiero pasar el resto de mi vida, donde reír y donde llorar, donde sentirme amada. 
Agarro la botella y lo acompaño. Bebo hasta olvidar la estupidez que estuve a punto de cometer. Bebemos hasta acabar ebrios del otro en la cama. En nuestra cama. En nuestra casa. En nuestro mundo. Sebastián y yo.

miércoles, 23 de julio de 2014

Mi victoria. Iván.

'Desde niño viajé de una ciudad a otra con mi madre. Nunca pertenecí a ningún lugar hasta que te conocí, Victoria, y te convertiste en mi hogar, en mi refugio, en mi casa. Porque solo descanso en tu mirada, mi cama son tus brazos, me alimento de tus labios y me ilumino con tu alma. No me importa en qué lugar del mundo esté si estoy contigo, Victoria, porque tú siempre serás mi casa.

martes, 8 de julio de 2014

Las manos como el corazón o el café.

Tantas veces imaginé el tacto de su piel o los nervios provocados por su mirada clavada en la mía. Tantas madrugadas mi vida parecía deshacerse y no podía tocar al otro lado de la cama y sentirlo, saber que estaba al otro lado de la almohada y sentir su aliento en mi cuello. Y, mientras tanto, mis brazos huérfanos de los suyos, mis ojos ciegos al no ver a través de los de él, mi boca seca por no poder calmar mi sed de la suya, mis oídos sordos ante cualquier sonido que no fueran sus susurros. Y mis manos como el corazón o el café que no eres capaz de acabar si no le ves reír: frías, congeladas.
Tan eclipsada por su amor, tan arropada por su sonrisa y tan desemparada sin que ella me perteneciera. Tan perdida, sola y confundida simplemente sin él -sin más secreto-. Tantas mariposas muertas por eutanasia, sentimientos que exterminé, todo lo que importó un día fue su persona.
Mi pregunta después de todo esto es: ¿cómo un amor imposible puede dejarte tan rota y tan feliz a la vez? ¿Cómo sientes que eres empujada al abismo y al mismo tiempo consigues volar? ¿Cómo te completa y destroza siendo significados contrariados?
Un corazón que late a la par de otro, libre, revuelto, desmesuradamente feliz. Otro corazón que no te pertenece -ojalá-. Una curva de dos labios que no enderezan tu mundo porque no es por ti, no es para ti, no eres tú, no es él, no sois vosotros, no es nada, no coexistís o como sea.
Eso es lo que te queda, una curvatura agradable, un café frío, un corazón revuelto, unos sentidos sordo-ciego-mudos, un vacío en la vida.